Pongamos que hablo de un chaval de 16 años que llega nuevo a un colegio. Acostumbrado a sus compañeros de toda la vida se encontró de repente solo en medio de una clase llena de caras desconocidas. Pero...¿solo? ¡No! Un pequeño reducto teresiano habitaba en esas aulas.
Durante los primeros días, este chaval recuerda haberse situado en una esquina, en el gueto de los intrusos. También recuerda que el profesor de Ecología (a esas alturas él ya sabía perfectamente lo que era un ecosistema) le hiciera salir el segundo día al paredón, a ser acribillado a preguntas, delante de 30 pares de ojos que se clavaban en él. Incluso recuerda algunos de esos ojos (azules, en particular) recorriendo su cuerpo de arriba abajo haciendo la situación más tensa todavía. Aturdido, recorrió su audiencia con la mirada buscando auxilio. Entonces, alcanzó a atisbar un par de ojos que le sonrieron, haciendo que el chaval se sintiera reconfortado.
Pasaron los días y el chaval pensó que merecía la pena conocer a la dueña de aquellos ojos. Se acercó a ella sigilosamente, desplegando las pocas tácticas que la edad le permitía conocer y, aunque torpe, consiguió al menos que aquella chica fuera a tocarle el culo de vez en cuando. Pero hubo un día que decidió dar un paso más y, rebuscando en la agenda de una gata pelirroja, consiguió el teléfono de la chica de los ojos sonrientes. Aquella tarde le escribió un mensaje con la letra de una bonita canción, ocultando su número (o al menos, eso pensó él).
El curso avanzó y poco a poco esas ganas de jugar del chaval se fueron pasando, mientras que iba surgiendo una nueva amistad. Y llegó la tarde en la que tuvo que escribirle un mensaje por asuntos del colegio. Imaginad la cara del chaval cuando, al recibir el mensaje de contestación, leyó: "Así que tú fusite el del SMS, el de la letra de la canción". E imaginad la cara del chaval esta tarde, cuando lo recordó.