(Éste es un post-emocional dedicado. Se anuncian grandes cantidades de azúcar codificada. Dejaremos los encuentros sexu-accident-ales en la recámara.) 
Todo estaba frío y oscuro. Mi cuerpo estaba tirado en el suelo, dando bandazos de un lado para otro, golpeándose contra las paredes. Una desagradable sensación de que algo desconocido me acaricia la cara...¡Coño, alguien está comiéndose una palmera de chocolate sobre mi cabeza!
Abro los ojos y me doy cuenta de que dormito en el pasillo de un autobús plagado de hormonas. No se puede decir de mí que me levante con el pie izquierdo, porque otra posibilidad no tiene cabida. Me quejo. Estoy cansado, lleno de chocolate y migas. Tengo frío. Entonces, de la oscuridad surge una sonriente zanahoria que me ofrece una sudadera. La situación es pintoresca: le saco como dos cabezas a mi nueva amiga, pero me embuto en la sudadera, dejando el ombligo y los codos al aire (y muy poco a la imaginación).
Está visto que de la situación más surrealista puede surgir algo genial. Desde luego, quien encuentra un amigo encuentra un tesoro, así que a partir de ahora habrá que explotar el surrealismo. De Dalí a Miró, y tiro porque me toca. Y caigo en otra casilla ganadora: aparece la amiga de la zanahoria, que se acopla (jiji) a nuestras quedadas.
Se levanta el telón y se ve a un ateo, republicano, con ideología socialista al lado de una católica con pensamientos más conservadores. ¿Cómo se llama la película? Amistad. De forma que se puede pasar de tener conversaciones sobre temas trascendentales a pensamientos paralelos (y para-lelas), aceptando que una opinión distinta te lleva a enriquecer tu punto de vista.
Estos dos tesoros llevan ya tiempo conmigo. Pero, sobre todo, han estado ahí cuando los cimientos de mi fuerte personalidad se tambaleaban, salvando que la situación no era (y sigue sin serlo) precísamente fácil. No es que esperara vuestra ausencia, pero sí la temía. ¡Gracias!
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