Cuando después de un día fuera vuelvo a casa y meto el coche en el garaje, hay alguien que me espera sentada en el porche. Da igual que yo esté enfadado o que tenga uno de esos cabreos irracionales que pago con el mundo, ella me sonríe siempre.
La veo a través del cristal de la ventana y me devuelve la mirada atentamente. Yo soy de los que lleva la radio puesta y canto a grito pelao, así que cuando paro el coche le canto sobreactuadamente con la ventanilla subida. Ella empieza a ponerse nerviosa, se levanta y da vueltas, para terminar sentándose de nuevo. Entonces abro la puerta lo justo para oírla empezar a quejarse porque su cabeza no cabe por la rendija que le dejo. Y aun siendo así de malvado, ella me espera al día siguiente en el mismo sitio para repetir la secuencia.
Los días que salgo de casa con gorra y vaqueros viejos, Kira corre escaleras abajo porque sabe lo que viene a continuación. Yo la sigo tranquilamente, camino de la correa. Cuando finalmente la ve en mi mano, emprende el camino inverso (pero con el mismo entusiasmo), y se sienta en la puerta de esa forma tan característica, con las patas traseras y delanteras en escalones distintos.
En otras circunstancias, ella lamería y olería mis manos al acercarlas a su cuello. Pero está inmóvil esperándome, aunque sus gemidos delaten su impaciencia. Una vez amarrada, se gira y mira a la puerta deseando que la abra para que salgamos a buscar a la Luna.